viernes, 8 de febrero de 2013

Fue un placer

Hemos muerto silenciosamente tras una noche que nace, y se hace, por y para nosotros. Una muerte placentera, por cierto. De esas que te gozas desde el principio, hasta el final. Es como irse lejos sin regresar, hacer la vida que queremos y dejarnos caer en un precipicio enorme hasta llegar, de nuevo, a donde nuestro cuerpo está alojado. Esa era una noche de esas, en la que su boca dibujaba mi abdomen, y mis manos recreaban el mar en su cabello. Luchábamos en un acto de paz por la unión literal de nuestros cuerpos. Nuestras almas luchaban por unir nuestras pieles, y su piel se preguntaba: que quién soy, y mis manos le responden.  Y mi piel se preguntaba: ¿quién soy? Y la suya le responde. Mis labios buscaban esconderse en su boca, y sus labios en la mía. Mis manos en su cabello, y sus manos reclamaban mi espalda. Era una guerra perdida, o tal vez una tregua. Crecíamos más mientras más nos acercábamos al fin, su llanto de placer comenzaba a hacerse más sonoro, en su cabeza caminaban un sin fin de personitas que creaban una marcha interminable de pensamientos ilegibles. Sus manos acariciaban al cielo, mis manos le hacían compañía. Su abdomen eran tibias olas del pacífico que reventaban en el mío, una y otra vez. Sus pies luchaban por tocar el suelo, su aire no deseaba ser expulsado y, en nuestros al rededores, soledad nos envidiaba. Vieja amiga. Su cuerpo era un templo sagrado donde habitaban cierta cantidad de Dioses, me gobernaron durante un tiempo, hasta me invitaron a formar parte de ellos. Crecí tanto que a los planetas los tomé en mis manos, y jugué con ellos a las metras en segundo plano, nada más acertado que esa ilusión real. La vida se consumía despacio en cada beso, y sus suspiros, eran un frío viento de invierno, y su aliento, que traía consigo lo cálido de su voz, creaba un idioma para expresar el porqué de su bienaventuranza.

Al regresar, no hubo explicaciones, ni palabras, ni canciones, ni miradas, ni sensaciones. Nada calificaba lo vivido, esa muerte placentera, esa ilusión verdadera, ese mundo y esos Dioses en los que en un parpadeo, su voz y nuestros cuerpos, lograron crear y hacerlos desaparecer. Porque así lo es todo, momentáneo. Aunque tan relativo es el tiempo, que hicimos de esos pocos minutos, una vida completa, vivida a plenitud y disfrutando de cada respiro. Llegamos al punto donde nacemos de nuevo, es el mismo en el que en un respiro nuestras almas deciden regresar a nuestros cuerpos. Hemos perdido la batalla de nuevo, nos encojemos, pensando en cómo pudo ser posible, ignorando que somos posibles. Todo huele bien, se sonríe con gracia, se ama de verdad. La veo y muero, pero esta vez no es tan placentera mi muerte, es más borrosa, y le llamo recuerdo. Pero la miro, y entonces recuerdo que apenas la estoy conociendo, que su piel es un desierto y esta vez descubrí tan solo un granito más. Coincido con su mirada, tan cómplice como el silencio que nos callamos. Y sin pensarlo dos veces, nos aventuramos de nuevo, ella a dejarse explorar por alguien desconocido, y yo adentrándome en el desierto de su piel a ser colono de algún otro granito de su arena.

jueves, 7 de febrero de 2013

Para siempre

Y esa muerte momentánea
fue un placer,
y ese sin cesar de sensaciones,
magia.
Y esa música celestial,
tu voz,
y esa obra de arte,
tu sonrisa.
Y ese mar infinito,
fue tu piel,
y ese huracán,
tus manos.
Y ese universo, extraño y hermoso,
tus ojos,
y esos ojos,
vida.

Tu aliento era el mío,
tu aire, el mío,
tu voz, la mía,
tu sed, la mía,
mi amor, el tuyo.
Éramos uno,
era yo,
incompleto, como de costumbre,
y tú me completabas.
Eras una muerte placentera,
eras sensaciones mágicas,
tu voz, cantos de ángeles,
tu sonrisa es una obra de arte,
tu piel el mar donde estoy perdido,
tus manos el huracán que me desordenan,
tus ojos el universo que deseo conocer,
y tu vida,
era la mía.

Pero al final, ya nada importa.
Tú estás allá, y yo aquí,
tu recuerdo aquí,
tu olor aquí.
Fuiste todo, menos una cosa,
amor de mi vida.