El hombre vivo se sentó por un momento y miró más allá de
sus narices, jamás pudo creer aquello con lo que se había encontrado. Miraba y
sabía que era algo totalmente diferente a lo que ya había conocido antes. Se
encontró con un universo distinto, helado, oscuro. Allí conoció a la señora
Paula, ella había sido el amor de alguna de sus vidas. Se encontró con el señor
Pedro, un conocido insolente y arrogante. Y cuando creyó en sí mismo y miró más
allá de sus narices, pero forzando la vista a sus horizontes, el hombre vivo se
encontró con una vieja amiga que hizo en algún país europeo.
El hombre vivo estaba perdido entre oscuridades sin lunas,
lidiaba con esas personas que no parecían pertenecer a su realidad. Asombrado
por lo que veía decidió acercársele a Paula, le preguntó que cómo se sentía,
pero Paula no se molestó en responder. El hombre vivo insistió:
—¡Paula! ¿Cómo te sientes?
Pero no consiguió respuesta. Intrigado por todo aquello se
le acercó más y puso su boca casi en los oídos de Paula y preguntó en silencio:
—Paula, ¿cómo te sientes? Y se retiró lentamente.
Paula había volteado a mirarlo, el hombre satisfecho creía
haber logrado su cometido. Paula abrió la boca como para pronunciar sus
primeras palabras, y ella hundida en su realidad como en un duro golpe de
desaliento, desapareció y se convirtió en el humo que salió de la boca del
hombre vivo al pronunciar aquellas palabras, y regresó a sus entrañas, a las
del hombre. Más temeroso que asombrado se ahogó en sí mismo y entonces gritó:
—¿¡Qué es esto, Dios!?
No consiguió respuesta alguna. Era lógico. El hombre vivo
pasó algunas horas vagando y cansado de tanto caminar, se encontró con el viejo
Pedro. Jamás creyó en él, muy poco le
habló durante su vida; pero estas eran circunstancias distintas y su
credulidad, la del hombre vivo, estaba creciendo un poco. Desde lejos ya
comenzaba a gritarle al viejo Pedro. Pero jamás obtuvo respuesta alguna. El
hombre vivo insistió:
—¡Pedro, compadre! ¿Qué hacemos aquí? Ayúdeme, estoy
cansado.
Pero el viejo Pedro jamás le concedió respuesta. El hombre
vivo estaba cansado, boquiabierto y casi muerto del frío. Decidió entonces
acercárcele al viejo. Temeroso, claro, extendió su mano de modo que Pedro lo
saludase, pero ni eso obtuvo de aquél cuerpo. El hombre vivo lo veía, a Pedro,
y sabía que él estaba triste, esperando algo, sentado en la nada, desahuciado.
Se acercó y desde atrás se agachó y le puso la mano en el hombro derecho. Dijo
entonces:
—Viejo Pedro, puede usted decirme dond...
El señor Pedro se había volteado y gritó tan alto que el
hombre vivo no supo qué hacer, y ahogado en sí mismo corrió lejos del viejo
Pedro. Fue un grito de voces múltiples. Estaba atemorizado, su corazón latía
más fuerte y rápido que nunca. Pobre, el hombre vivo insistió en su desdicha y
gritó desesperado:
—¿¡Qué es esto, Dios mío!?
Pero jamás obtuvo respuesta, y ya no era tan lógico. Caminó
pobre de sí a través de aquella nada, inspiraban tristezas sus pasos. El hombre
vivo estaba por dejar de ser eso, y en algún lugar de su destierro, entonces
miró más allá de sus narices y se encontró con su vieja amiga. La veía a cierta
distancia, de espaldas. El hombre vivo sintió alegría de tal manera que sacó
fuerzas para correr hacia donde ella se encontraba. Entonces se dijo a sí
mismo:
—¡Ella, ella me va a salvar de este exilio!
Pero él, mientras corría incesante hacia sus espaldas notó
que su lejanía era infinita, y que su esfuerzo por alcanzarla era inútil. Se
detuvo y casi sin aliento gritó con las fuerzas que le quedaban:
—¿¡¡¡Dios mío, qué es este lugar donde estoy!!!? ¡Ayúdame,
por favor!
Y sin respuestas aún, pero entonces dejó de ser lógico.
Después de haber caído el hombre vivo al suelo, vio como la realidad en la que
se encontraba su vieja amiga cambiaba. Estaba ella parada en algún andén de
trenes y desasistida de vida volteó, miró al hombre vivo, dio un paso hacia
adelante y un tren la arrolló con todas su fuerzas. El hombre vivo hundido en
sus lágrimas y ahogado en sí mismo, con su voz llorosa y desasistiéndole sus
fuerzas, levantó la mirada y entonces suplicó por última vez:
—Auxilio, por favor. Y dejó reposar su mejilla contra el
suelo.
El hombre vivo había comenzado a morir.