domingo, 27 de diciembre de 2015

Fiesta anirversario

Caracas, 6 de noviembre.

Mi Angely,

Hoy son dos. De alguna u otra manera hemos decretado este día como un día especial para nuestra humanidad. Significa que cambiamos el mundo. "No son iguales los lugares contigo, que sin ti", escribí alguna vez presagiando nuestro éxito, pero faltaba que tu amor se desbordara en tu mirada para yo decir con certeza que estas tierras no son las mismas; y significa mucho más ahora, cuando nuestro amor es la tregua que le declara el ruido a la ciudad. 

Es indispensable el recuerdo para dar veracidad a nuestro logro. En él está la respuesta. Me atrevo a decir que todo comenzó el día en el que mis manos descubrieron al universo en las tuyas. Sin embargo, hizo falta tiempo para que empezásemos a notar la oscuridad del túnel al que nos estábamos adentrando. No se nos hizo difícil perdernos, pero ya nos habíamos tomado de las manos. Empezamos entonces a entender lo que significaba el no dejarnos solos. Aprendimos que la calidez del cuerpo nos la ofrece el alma, y que bastan nuestros nombres para identificar la transparencia de nuestras miradas. Caminamos, y de manos enlazadas, nos quisimos. Pasamos así varias noches, algunas frías, otras no tanto. Hubo tormentas en las que creí habíamos perdido todo, pero fue entonces en alguna de ellas cuando el beso llegó a nuestras bocas; lo que fue primero río calmo, para después pasar a mar  revuelto. Dejamos el túnel detrás de nuestro amor, y nuestras costas, y nuestras cordilleras se pronunciaron ante nuestra presencia. Nos hemos visto crecer, ahora sabemos que no somos los mismos de hace un tiempo atrás. Tú me miras distinto, y yo te abrazo con el alma, por decir algo.

En fin, hoy son dos años y de alguna u otra manera hemos cambiado al mundo tomados de manos. No son iguales los lugares contigo, que sin ti. Ni las miradas. Ni las noches. Ni mi vida. Ni mi mundo. Ni mi amor...

Siempre tuyo, Alejandro.

lunes, 21 de septiembre de 2015

Carta al olvido

Que no te extrañe mi decisión. Si te escribo es porque a la noche le hace falta algo y la verdad, no sé qué es. Sin embargo sabes (y sé que lo sabes porque te lo he dicho) que tu compañía me ofrece respuestas. Te escribo porque las quiero, para ser sincero. Sé que tal vez después de lo que pasó, no quieras ni verme. Disculpa. Pero la duda redunda al saber que la lluvia cesa, y que las tormentas pasan. Así como pudo haber pasado tu molestia, y con ella tus ganas de todo lo que no significa paz.

La noche vino un poco fría, sin luna, sin estrellas, sin lluvia y sin nada que pueda consolar mi desahucio. Pero da igual, porque con luna y estrellas, o quizás con lluvia, yo estuviese interrogándome de la misma manera porque aseguro, algo faltaría. Y no espero saber qué, sino por qué falta. De hecho, recuerdo noches sin lunas y sin estrellas en las que nada faltaba. Y yo, iluso, esperaba lograr universos con las ansias de un sueño. Pero nada faltaba. Éramos felices desde el alba que degustábamos desde el balcón, hasta el ocaso en la ventana de nuestro cuarto. Era tal vez un poco menos complicado para entonces.

Todo esto comenzó en el ocaso, y cómo no. Si su luz tenue presagia a la noche como conjurando desgracias, si desde aquí se mira. Y significa mucho más ahora que la noche cayó completa, y su manto oscuro cubrió mi ventana de modo que sin luna, y sin estrellas yo notase la ausencia de tu amor. Pero falta mucho más que eso, tal vez algo más grande, o quizás más pequeño pero con mayor valor. Y aunque crea saber qué es, ya no importa, porque ahora sí noté tu ausencia. Porque las respuestas no aparecen, porque ya no hay alba ni ocaso que valga; porque te fuiste con mi nombre en el olvido.

Alejandro.

jueves, 17 de septiembre de 2015

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Danza tormenta

Vine a verte porque te extrañaba, porque decidí arriesgarme a no encontrarte, pero siempre estás. Tienes esa virtud; y yo la fortuna de por fin volverme hacia ti. Ya estaba un poco decaído porque son más goteras que recipientes; y tú sabes lo triste de las lluvias que inundan mi hogar cuando el agua no viene de tu cabello empapado. Pero hoy es un día muy especial, porque mis fiestas las celebro en tus espacios, y puedo acurrucarme entre tus pechos si la danza ya es suficiente, la lluvia es rocío, y no es tu cabello el que se empapa. 

Me doy cuenta que has cambiado, eres más mujer y comienza a notarse en tu instinto protector. Me atrevo a decir que eres más fuerte de lo que soy, incluso más grande y con mayor determinación. Quise sorprenderte, pero sabes que no soy tan bueno para las sorpresas, sabes también que tú ves más allá de las cosas, y de mí, no esperas más que esto. Tal vez yo no sea tan bueno, es que mi luz brilla menos cuando me equivoco. Pero te extrañaba. Quiero decir también que nos extraño vírgenes, con la fuerza para cargar mil sueños sin agotamiento alguno. Nos extraño al verte porque sé no soy el mismo. Y me extraño haciéndote feliz.

Cambiamos al mundo, y lo sabes. No nos faltaba nada más, nos alcanzábamos para todo, pero tú conoces la relatividad de las cosas. Vine a verte porque te extrañaba, porque ruego que me perdones. Porque quiero hacer brillar mi luz como nuestra, porque no importan las goteras, ni la lluvia si nos empapamos juntos. Tengo la fortuna de encontrarte y el ímpetu de arriesgarme a cambiar el mundo a tu lado.

Hoy es un día muy especial, llueve y las goteras no importan. Tú tienes la virtud de estar, y yo tengo la fortuna de volverme hacia ti y danzar el tango que cantan tus ilusiones.

Hasta mañana.

Alejandro.

miércoles, 16 de septiembre de 2015

Carta al viento

Uno siempre tiene augurios de tristeza y contra eso nadie puede; es más, es hasta estúpido ponerse a luchar en su contra. Uno siempre vive de una tregua ante la tristeza y los desaucios, así crecemos, así nos percatamos de la adversidad que siempre está. Uno siempre tiene augurios de tristeza, y a veces —es decir, siempre— contra eso puede nuestro amor. Que quizás sea la tregua a todo eso junto, que aunque vengan los desahucios y las tristezas a visitar, nuestro amor es un positivo que lo cura todo. 

Oh amada, usted que me alegra y me aleja de mis abismos, que me sujeta de la mano fuerte y confía en su amor por mí. Usted que me salva de mí, que me mira y me reclama suyo, que hace de mi cuerpo su lugar y completa su mitad con la mía. Oh amor, usted que viene y me mira cuando estoy mal, que me rescata si bien pronuncia mi nombre con la gracia que la caracteriza a usted y a su voz de amante pura. Usted no sabe cuánto le debo a lo que es, y a lo que hace por mí cada vez que yo, triste y vacío, miro al abismo con las ansias de dejarme caer. Pero no, usted llega y su mirada me sujeta, su voz me amarra a usted; ¡y qué dolor dejarse caer a un lugar en el que usted no está! Porque me ha hecho entender, usted a mí, que aunque vengan los desahucios y las tristezas a visitar, nuestro amor será la eternidad que lo cure todo.

jueves, 26 de marzo de 2015

Relato infame


La muerte es un instante decidido a suceder. Quiero decir que justo antes de que Louvre muriera, su vida llevaba un rumbo específico. Aunque en realidad fue un poco extraña la manera en la que ocurrieron las cosas, yo no estaba seguro ni de qué debía hacer después de encontrarme con aquella escena. Fue muy doloroso descubrir ese cuerpo vacío, la soledad me atacó como ella sola sabe hacerlo.

Louvre y yo no nos habíamos comunicado ese día. La noche anterior ella había sufrido una de sus recaídas y decidió quedarse sin mí y sin nadie que la asistiera; tristemente, hasta sin ella misma. Yo desaprobé el que me pidiera que me fuese esa noche, habíamos acordado no dejarnos solos en nuestras recaídas. Pero ella insistió tanto que no tuve opción.

Yo había despertado con un entusiasmo heroico, el cielo amaneció totalmente despejado y el sol brillaba casi tanto como la mirada de Louvre. Yo insistí en comprar flores, no eran buenos tiempos y se tornaba difícil sobrellevar mi departamento sin algo de vida después de la mía. Louvre y yo no vivíamos juntos, este era nuestro tercer año de novios y ella prefería vivir sola, pero estaba bien. De vez en cuando decidíamos quedarnos alguno en casa del otro, para así tornar las noches menos oscuras. Ambos teníamos problemas —y quién no—, sin embargo nuestros problemas siempre fueron distintos a los de los comunes. En ocasiones, después de discutir, nos sentábamos a mirarnos en la sala de mi estudio, como descubriéndonos de nuevo, y así las risas aparecían a veces, como esporádicamente los halcones podían verse en la azotea del edificio de enfrente. Éramos buenos amantes y nos lo decíamos. Yo con la mirada se lo decía y ella a mí me escribía poemas de amor. Algunas veces hablamos del suicidio, hasta estúpidamente planeamos nuestra muerte juntos; no fue un juego, pero después de un tiempo dejamos de tomar en serio esas cosas. La verdad de nuestras vidas había tomado un rumbo abstracto, pero ella, Louvre, ella sabía darle sentido a todo.

Yo quise tomar café y le escribí, pero no respondió. Después de cuarenta minutos yo ya había ordenado el estudio y sonó mi celular. Acordamos encontrarnos en la estación de trenes, iríamos a beber café artesanal a algún pueblo no tan cercano. Yo asumí perfecto nuestro encuentro, pues había despertado con un entusiasmo heroico.


Estuve una hora y media en la estación de trenes y ya no sabía en qué pensar, ni a qué personas mirar para distraer la obstinante ansiedad que me invadía. Cuando indudablemente la vi en el andén de enfrente, y ya su mirada no brillaba como el sol. Tenía ojeras y el cabello despeinado. Supe que sus abismos la habían abrumado demasiado. Ella desconocía quienes fuimos. Quise detenerla, pero la lejanía entre nuestros cuerpos, y peor, entre nuestras almas, ya era demasiada. Fue muy doloroso descubrir ese cuerpo vacío. Y es que claro, como los puentes, también todas las vías de trenes están enamoradas de un suicida.

Hombre vivo


El hombre vivo se sentó por un momento y miró más allá de sus narices, jamás pudo creer aquello con lo que se había encontrado. Miraba y sabía que era algo totalmente diferente a lo que ya había conocido antes. Se encontró con un universo distinto, helado, oscuro. Allí conoció a la señora Paula, ella había sido el amor de alguna de sus vidas. Se encontró con el señor Pedro, un conocido insolente y arrogante. Y cuando creyó en sí mismo y miró más allá de sus narices, pero forzando la vista a sus horizontes, el hombre vivo se encontró con una vieja amiga que hizo en algún país europeo.

El hombre vivo estaba perdido entre oscuridades sin lunas, lidiaba con esas personas que no parecían pertenecer a su realidad. Asombrado por lo que veía decidió acercársele a Paula, le preguntó que cómo se sentía, pero Paula no se molestó en responder. El hombre vivo insistió:

—¡Paula! ¿Cómo te sientes?

Pero no consiguió respuesta. Intrigado por todo aquello se le acercó más y puso su boca casi en los oídos de Paula y preguntó en silencio:

—Paula, ¿cómo te sientes? Y se retiró lentamente.

Paula había volteado a mirarlo, el hombre satisfecho creía haber logrado su cometido. Paula abrió la boca como para pronunciar sus primeras palabras, y ella hundida en su realidad como en un duro golpe de desaliento, desapareció y se convirtió en el humo que salió de la boca del hombre vivo al pronunciar aquellas palabras, y regresó a sus entrañas, a las del hombre. Más temeroso que asombrado se ahogó en sí mismo y entonces gritó:

—¿¡Qué es esto, Dios!?

No consiguió respuesta alguna. Era lógico. El hombre vivo pasó algunas horas vagando y cansado de tanto caminar, se encontró con el viejo Pedro. Jamás creyó en él,  muy poco le habló durante su vida; pero estas eran circunstancias distintas y su credulidad, la del hombre vivo, estaba creciendo un poco. Desde lejos ya comenzaba a gritarle al viejo Pedro. Pero jamás obtuvo respuesta alguna. El hombre vivo insistió:

—¡Pedro, compadre! ¿Qué hacemos aquí? Ayúdeme, estoy cansado.

Pero el viejo Pedro jamás le concedió respuesta. El hombre vivo estaba cansado, boquiabierto y casi muerto del frío. Decidió entonces acercárcele al viejo. Temeroso, claro, extendió su mano de modo que Pedro lo saludase, pero ni eso obtuvo de aquél cuerpo. El hombre vivo lo veía, a Pedro, y sabía que él estaba triste, esperando algo, sentado en la nada, desahuciado. Se acercó y desde atrás se agachó y le puso la mano en el hombro derecho. Dijo entonces:

—Viejo Pedro, puede usted decirme dond...

El señor Pedro se había volteado y gritó tan alto que el hombre vivo no supo qué hacer, y ahogado en sí mismo corrió lejos del viejo Pedro. Fue un grito de voces múltiples. Estaba atemorizado, su corazón latía más fuerte y rápido que nunca. Pobre, el hombre vivo insistió en su desdicha y gritó desesperado:

—¿¡Qué es esto, Dios mío!?

Pero jamás obtuvo respuesta, y ya no era tan lógico. Caminó pobre de sí a través de aquella nada, inspiraban tristezas sus pasos. El hombre vivo estaba por dejar de ser eso, y en algún lugar de su destierro, entonces miró más allá de sus narices y se encontró con su vieja amiga. La veía a cierta distancia, de espaldas. El hombre vivo sintió alegría de tal manera que sacó fuerzas para correr hacia donde ella se encontraba. Entonces se dijo a sí mismo:

—¡Ella, ella me va a salvar de este exilio!

Pero él, mientras corría incesante hacia sus espaldas notó que su lejanía era infinita, y que su esfuerzo por alcanzarla era inútil. Se detuvo y casi sin aliento gritó con las fuerzas que le quedaban:

—¿¡¡¡Dios mío, qué es este lugar donde estoy!!!? ¡Ayúdame, por favor!

Y sin respuestas aún, pero entonces dejó de ser lógico. Después de haber caído el hombre vivo al suelo, vio como la realidad en la que se encontraba su vieja amiga cambiaba. Estaba ella parada en algún andén de trenes y desasistida de vida volteó, miró al hombre vivo, dio un paso hacia adelante y un tren la arrolló con todas su fuerzas. El hombre vivo hundido en sus lágrimas y ahogado en sí mismo, con su voz llorosa y desasistiéndole sus fuerzas, levantó la mirada y entonces suplicó por última vez:

—Auxilio, por favor. Y dejó reposar su mejilla contra el suelo.

El hombre vivo había comenzado a morir.

Banquito de los recuerdos

Caracas, 18 de Marzo

Mamá:

Hoy me senté a esperarte y tuve la certeza de que llegarías. Sé que el mundo es otro, sé que yo soy otro; pero tuve la certeza de que llegarías. Estuve a lo mejor horas, por no decirte todo el día (o toda mi vida), esperando encontrarte. Recorrí lugares en los que de vez en cuando sonreías, y sonreí yo, pero lo hacía también en tus ojos. Se me cansaron un poco los pies, y no fue para tanto. Se me humedecieron un poco los ojos, y tú sabes que tampoco es mucho. Hoy me senté a esperarte y tuve la certeza de que llegarías, pero sé también que el tiempo no retrocede demasiado. Te esperé en todos los lugares que recuerdo menudeabas, y no estabas, y yo tampoco. Me dormí y desperté en nuestra propia cama, pero no estabas, y tu paz tampoco.

Y tú sabes que esto es duro para mí, escribirte cartas y dejarlas al viento esperando así que sean más tuyas, y tu ausencia más mía. Porque eso es todo esto: el certificado de que no estás. Y sí, no estás, aunque tenga una vana certeza, no estás. Soy egoísta, perdona. Y sé que no estás porque necesito abrazarte. Soy tu hijo, perdona. Y si te preguntas por qué hoy, día trágico e inmutablemente triste decidí escribirte esta carta, es porque hoy, cuando tuve la oportunidad de sentarme, casi como presagiando mi indiscutible hallazgo, me di cuenta que desde el día en que te fuiste, yo me senté a esperarte.
Alejandro.

Aguas embravecidas

Las aguas embravecidas habían calmado su ira, los vientos huracanados concluyeron su jornada y la luna, al final de todo, terminó por dejarse llenar de sueños humanos. Las personas habrían comenzado a salir de sus asilos y sus oraciones, en ese instante atendidas por el creador, fueron entonces un éxito. Nadie supo asumir semejante desastre. Salían, y aunque calmadas, las personas esperaban encontrarse con lo peor.

Fue una tormenta devastadora; y devastadora de tal manera que su ira parecía intencional. Acabó con algunos hogares y otros tantos sueños. Las personas salían y los perros le ladraban a la nada, a Dios; el mundo parecía girar en sentido contrario y entonces las voces comenzaron a aparecer a lo lejos. Sollozos incesantes, el viento, voces que parecían anunciar una tragedia, pasos que quebrantaban el desorden tirado en el suelo, la llovizna y la luna apenas asomada entre algunas nubes rezagadas. Todo era indicador de la desgracia humana. Es hasta difícil recordar cómo comenzó la noche, los perros, los vientos atacados por una ira tremenda, el temor, las oraciones, las lágrimas o la vida misma.

Mi cuerpo inspiraba dolor, es decir, tristeza. No era la primera vez que me sucedía, hace algún tiempo había sido víctima de una inmutable depresión. La noche de la desgracia fui parte de un episodio enardecido por la rabia. Vivía solo, —y gracias a Dios si existe—, pues estoy seguro que pude haber asesinado a alguien. Estaba en pleno auge de dicho episodio cuando comenzaron las fuertes brisas a golpear las ventanas de mi casa. Fui hacia una y vi a través de ella mientras la cerraba, habían ciertas personas afuera, como queriendo entrar pero pausadas por la intriga, o tal vez miedo. Retirándome de la ventana y caminando hacia la sala, se cortó la electricidad. En mi defensa puedo alegar que cerré los ojos y no recuerdo más.


Todo había pasado y las aguas embravecidas habían calmado su ira. Siempre he dicho que jamás he podido controlar mis tormentas. Yo quise salir a mirar como todos los demás, pero algo me mantenía atado. Los perros y los sollozos incesantes se escuchaban a lo lejos. Cuando abrí los ojos me di cuenta de que no hubo desgracia natural: estaba yo esposado, con la ropa ensangrentada y el mundo girando en la misma dirección de siempre.

Inmortales

Para nadie es secreto que la muerte ama a los poetas. Señora oscura, fuerte presagio que indudablemente conmueve el alma de artistas vivos, genios; le encantan los hombres sabios, está enamorada de los poetas porque es musa y vive, y cuando quiere mata. Es definición formal: todos los poetas matan. Pregúntese porqué, si el alma del poeta quizá esté más viva que la del ingeniero, o la del abogado. Pero matan, yo sé que los poetas matan. Es un legado de grandes expectativas que vienen con precedentes de una cita con su musa oscura, musa negra; es casi como el cuervo de Allan Poe, como los cuentos oscuros de Quiroga o como la tragedia de Santomé.

lunes, 19 de enero de 2015

Leves precipitaciones

Usted no sabe amor, lo triste que se torna mi voluntad de vida cada vez que me mira y yo no sé decirle que la amo con los mismos ojos de siempre. Que lloran porque no la encuentran cerca, que son la continuación de un corazón nublado que se precipita cada vez que usted está y decide irse. Amada, usted no sabe qué triste se torna mi mundo cuando, sin querer, llegan los presagios a molestar e insinuar su ausencia, usted no sabe cuánto los odio, amor. Qué triste y qué doloroso es el creer que usted piensa también en ausencias, la mía, o la suya de mí. Ya no importan huellas, no volaré bajo nubes que no sean las suyas, jamás nadaré sobre mares que no sean los suyos; y puedo jurar por Dios, si quiero, ¡y claro que quiero!, que la verdad de lo que soy, es lo que complementa su falta de cualquier cosa que pueda ser yo. Y por usted lo soy todo, amada. Y qué dolor creer que usted se va, qué triste la soledad, qué triste quedar vacío y qué triste su ausencia; es que su ausencia pesa más que cualquiera, porque usted ha sabido caminar conmigo y con el peso de mis penas, me ayuda, amada, usted me salva de mí. Qué sería de mí si usted se va; qué sería de mí, de mis penas y del peso de su ausencia, ¿¡qué sería de este mundo!? No me duela tanto, amor, que yo la amo y la quiero junto a mí, codo a codo, con su amor en mis ojos, y con su paz en mis brazos.

sábado, 10 de enero de 2015

Venezuela mía

Cuán golpeada te tienen, Venezuela, qué triste y golpeada estás. Tú, tan rica, tan hermosa y tan llena de todo lo que eres, invadiste mi alma con tu nombre de Pequeña Venecia, con tu luz y tu aroma, hasta con el caribe que recorre tus costas; pero mira cómo te tienen, Venezuela, golpeada, triste, insegura y fría. Y qué dolor, Venezuela mía, que tu gente que soy yo y los que de ti venimos no sepamos ayudarte aún. Porque eres madre mía y nuestra, eres madre y das amor; ¡pero qué triste estás, mi Venezuela! Y cómo no, si vives para ver a tus hijos sangrar, y lloras, Venezuela, ¡y no llores, por favor! Porque qué dolor, no sabes qué tan doloroso es ver que a tu riqueza se la roban algunos hijos tuyos pero que ya no te sienten madre, Venezuela. Y nos duele a nosotros que te sabemos madre, como a ti. ¡Pero no llores, patria mía! Que la verdad es fuerte y el amor de madre nunca muere; porque eres patria, eres hogar eres madre mía y nuestra; y no, ya no eres aquella Pequeña Venecia, ahora eres La Gran Venezuela.