La muerte es un instante decidido a
suceder. Quiero decir que justo antes de que Louvre muriera, su vida llevaba un
rumbo específico. Aunque en realidad fue un poco extraña la manera en la que
ocurrieron las cosas, yo no estaba seguro ni de qué debía hacer después de
encontrarme con aquella escena. Fue muy doloroso descubrir ese cuerpo vacío, la
soledad me atacó como ella sola sabe hacerlo.
Louvre y yo no nos habíamos
comunicado ese día. La noche anterior ella había sufrido una de sus
recaídas y decidió quedarse sin mí y sin nadie que la asistiera; tristemente,
hasta sin ella misma. Yo desaprobé el que me pidiera que me fuese esa noche,
habíamos acordado no dejarnos solos en nuestras recaídas. Pero ella insistió
tanto que no tuve opción.
Yo había despertado con un
entusiasmo heroico, el cielo amaneció totalmente despejado y el sol brillaba
casi tanto como la mirada de Louvre. Yo insistí en comprar flores, no eran
buenos tiempos y se tornaba difícil sobrellevar mi departamento sin algo de
vida después de la mía. Louvre y yo no vivíamos juntos, este era nuestro tercer
año de novios y ella prefería vivir sola, pero estaba bien. De vez en cuando
decidíamos quedarnos alguno en casa del otro, para así tornar las noches menos
oscuras. Ambos teníamos problemas —y quién no—, sin embargo nuestros problemas
siempre fueron distintos a los de los comunes. En ocasiones, después de
discutir, nos sentábamos a mirarnos en la sala de mi estudio, como
descubriéndonos de nuevo, y así las risas aparecían a veces, como
esporádicamente los halcones podían verse en la azotea del edificio de
enfrente. Éramos buenos amantes y nos lo decíamos. Yo con la mirada se lo decía
y ella a mí me escribía poemas de amor. Algunas veces hablamos del suicidio,
hasta estúpidamente planeamos nuestra muerte juntos; no fue un juego, pero
después de un tiempo dejamos de tomar en serio esas cosas. La verdad de
nuestras vidas había tomado un rumbo abstracto, pero ella, Louvre, ella sabía
darle sentido a todo.
Yo quise tomar café y le escribí,
pero no respondió. Después de cuarenta minutos yo ya había ordenado el estudio
y sonó mi celular. Acordamos encontrarnos en la estación de trenes, iríamos a
beber café artesanal a algún pueblo no tan cercano. Yo asumí perfecto nuestro
encuentro, pues había despertado con un entusiasmo heroico.
Estuve una hora y media en la
estación de trenes y ya no sabía en qué pensar, ni a qué personas mirar para
distraer la obstinante ansiedad que me invadía. Cuando indudablemente la vi en
el andén de enfrente, y ya su mirada no brillaba como el sol. Tenía ojeras y el
cabello despeinado. Supe que sus abismos la habían abrumado demasiado. Ella
desconocía quienes fuimos. Quise detenerla, pero la lejanía entre nuestros
cuerpos, y peor, entre nuestras almas, ya era demasiada. Fue muy doloroso
descubrir ese cuerpo vacío. Y es que claro, como los puentes, también todas las
vías de trenes están enamoradas de un suicida.