jueves, 26 de marzo de 2015

Relato infame


La muerte es un instante decidido a suceder. Quiero decir que justo antes de que Louvre muriera, su vida llevaba un rumbo específico. Aunque en realidad fue un poco extraña la manera en la que ocurrieron las cosas, yo no estaba seguro ni de qué debía hacer después de encontrarme con aquella escena. Fue muy doloroso descubrir ese cuerpo vacío, la soledad me atacó como ella sola sabe hacerlo.

Louvre y yo no nos habíamos comunicado ese día. La noche anterior ella había sufrido una de sus recaídas y decidió quedarse sin mí y sin nadie que la asistiera; tristemente, hasta sin ella misma. Yo desaprobé el que me pidiera que me fuese esa noche, habíamos acordado no dejarnos solos en nuestras recaídas. Pero ella insistió tanto que no tuve opción.

Yo había despertado con un entusiasmo heroico, el cielo amaneció totalmente despejado y el sol brillaba casi tanto como la mirada de Louvre. Yo insistí en comprar flores, no eran buenos tiempos y se tornaba difícil sobrellevar mi departamento sin algo de vida después de la mía. Louvre y yo no vivíamos juntos, este era nuestro tercer año de novios y ella prefería vivir sola, pero estaba bien. De vez en cuando decidíamos quedarnos alguno en casa del otro, para así tornar las noches menos oscuras. Ambos teníamos problemas —y quién no—, sin embargo nuestros problemas siempre fueron distintos a los de los comunes. En ocasiones, después de discutir, nos sentábamos a mirarnos en la sala de mi estudio, como descubriéndonos de nuevo, y así las risas aparecían a veces, como esporádicamente los halcones podían verse en la azotea del edificio de enfrente. Éramos buenos amantes y nos lo decíamos. Yo con la mirada se lo decía y ella a mí me escribía poemas de amor. Algunas veces hablamos del suicidio, hasta estúpidamente planeamos nuestra muerte juntos; no fue un juego, pero después de un tiempo dejamos de tomar en serio esas cosas. La verdad de nuestras vidas había tomado un rumbo abstracto, pero ella, Louvre, ella sabía darle sentido a todo.

Yo quise tomar café y le escribí, pero no respondió. Después de cuarenta minutos yo ya había ordenado el estudio y sonó mi celular. Acordamos encontrarnos en la estación de trenes, iríamos a beber café artesanal a algún pueblo no tan cercano. Yo asumí perfecto nuestro encuentro, pues había despertado con un entusiasmo heroico.


Estuve una hora y media en la estación de trenes y ya no sabía en qué pensar, ni a qué personas mirar para distraer la obstinante ansiedad que me invadía. Cuando indudablemente la vi en el andén de enfrente, y ya su mirada no brillaba como el sol. Tenía ojeras y el cabello despeinado. Supe que sus abismos la habían abrumado demasiado. Ella desconocía quienes fuimos. Quise detenerla, pero la lejanía entre nuestros cuerpos, y peor, entre nuestras almas, ya era demasiada. Fue muy doloroso descubrir ese cuerpo vacío. Y es que claro, como los puentes, también todas las vías de trenes están enamoradas de un suicida.

Hombre vivo


El hombre vivo se sentó por un momento y miró más allá de sus narices, jamás pudo creer aquello con lo que se había encontrado. Miraba y sabía que era algo totalmente diferente a lo que ya había conocido antes. Se encontró con un universo distinto, helado, oscuro. Allí conoció a la señora Paula, ella había sido el amor de alguna de sus vidas. Se encontró con el señor Pedro, un conocido insolente y arrogante. Y cuando creyó en sí mismo y miró más allá de sus narices, pero forzando la vista a sus horizontes, el hombre vivo se encontró con una vieja amiga que hizo en algún país europeo.

El hombre vivo estaba perdido entre oscuridades sin lunas, lidiaba con esas personas que no parecían pertenecer a su realidad. Asombrado por lo que veía decidió acercársele a Paula, le preguntó que cómo se sentía, pero Paula no se molestó en responder. El hombre vivo insistió:

—¡Paula! ¿Cómo te sientes?

Pero no consiguió respuesta. Intrigado por todo aquello se le acercó más y puso su boca casi en los oídos de Paula y preguntó en silencio:

—Paula, ¿cómo te sientes? Y se retiró lentamente.

Paula había volteado a mirarlo, el hombre satisfecho creía haber logrado su cometido. Paula abrió la boca como para pronunciar sus primeras palabras, y ella hundida en su realidad como en un duro golpe de desaliento, desapareció y se convirtió en el humo que salió de la boca del hombre vivo al pronunciar aquellas palabras, y regresó a sus entrañas, a las del hombre. Más temeroso que asombrado se ahogó en sí mismo y entonces gritó:

—¿¡Qué es esto, Dios!?

No consiguió respuesta alguna. Era lógico. El hombre vivo pasó algunas horas vagando y cansado de tanto caminar, se encontró con el viejo Pedro. Jamás creyó en él,  muy poco le habló durante su vida; pero estas eran circunstancias distintas y su credulidad, la del hombre vivo, estaba creciendo un poco. Desde lejos ya comenzaba a gritarle al viejo Pedro. Pero jamás obtuvo respuesta alguna. El hombre vivo insistió:

—¡Pedro, compadre! ¿Qué hacemos aquí? Ayúdeme, estoy cansado.

Pero el viejo Pedro jamás le concedió respuesta. El hombre vivo estaba cansado, boquiabierto y casi muerto del frío. Decidió entonces acercárcele al viejo. Temeroso, claro, extendió su mano de modo que Pedro lo saludase, pero ni eso obtuvo de aquél cuerpo. El hombre vivo lo veía, a Pedro, y sabía que él estaba triste, esperando algo, sentado en la nada, desahuciado. Se acercó y desde atrás se agachó y le puso la mano en el hombro derecho. Dijo entonces:

—Viejo Pedro, puede usted decirme dond...

El señor Pedro se había volteado y gritó tan alto que el hombre vivo no supo qué hacer, y ahogado en sí mismo corrió lejos del viejo Pedro. Fue un grito de voces múltiples. Estaba atemorizado, su corazón latía más fuerte y rápido que nunca. Pobre, el hombre vivo insistió en su desdicha y gritó desesperado:

—¿¡Qué es esto, Dios mío!?

Pero jamás obtuvo respuesta, y ya no era tan lógico. Caminó pobre de sí a través de aquella nada, inspiraban tristezas sus pasos. El hombre vivo estaba por dejar de ser eso, y en algún lugar de su destierro, entonces miró más allá de sus narices y se encontró con su vieja amiga. La veía a cierta distancia, de espaldas. El hombre vivo sintió alegría de tal manera que sacó fuerzas para correr hacia donde ella se encontraba. Entonces se dijo a sí mismo:

—¡Ella, ella me va a salvar de este exilio!

Pero él, mientras corría incesante hacia sus espaldas notó que su lejanía era infinita, y que su esfuerzo por alcanzarla era inútil. Se detuvo y casi sin aliento gritó con las fuerzas que le quedaban:

—¿¡¡¡Dios mío, qué es este lugar donde estoy!!!? ¡Ayúdame, por favor!

Y sin respuestas aún, pero entonces dejó de ser lógico. Después de haber caído el hombre vivo al suelo, vio como la realidad en la que se encontraba su vieja amiga cambiaba. Estaba ella parada en algún andén de trenes y desasistida de vida volteó, miró al hombre vivo, dio un paso hacia adelante y un tren la arrolló con todas su fuerzas. El hombre vivo hundido en sus lágrimas y ahogado en sí mismo, con su voz llorosa y desasistiéndole sus fuerzas, levantó la mirada y entonces suplicó por última vez:

—Auxilio, por favor. Y dejó reposar su mejilla contra el suelo.

El hombre vivo había comenzado a morir.

Banquito de los recuerdos

Caracas, 18 de Marzo

Mamá:

Hoy me senté a esperarte y tuve la certeza de que llegarías. Sé que el mundo es otro, sé que yo soy otro; pero tuve la certeza de que llegarías. Estuve a lo mejor horas, por no decirte todo el día (o toda mi vida), esperando encontrarte. Recorrí lugares en los que de vez en cuando sonreías, y sonreí yo, pero lo hacía también en tus ojos. Se me cansaron un poco los pies, y no fue para tanto. Se me humedecieron un poco los ojos, y tú sabes que tampoco es mucho. Hoy me senté a esperarte y tuve la certeza de que llegarías, pero sé también que el tiempo no retrocede demasiado. Te esperé en todos los lugares que recuerdo menudeabas, y no estabas, y yo tampoco. Me dormí y desperté en nuestra propia cama, pero no estabas, y tu paz tampoco.

Y tú sabes que esto es duro para mí, escribirte cartas y dejarlas al viento esperando así que sean más tuyas, y tu ausencia más mía. Porque eso es todo esto: el certificado de que no estás. Y sí, no estás, aunque tenga una vana certeza, no estás. Soy egoísta, perdona. Y sé que no estás porque necesito abrazarte. Soy tu hijo, perdona. Y si te preguntas por qué hoy, día trágico e inmutablemente triste decidí escribirte esta carta, es porque hoy, cuando tuve la oportunidad de sentarme, casi como presagiando mi indiscutible hallazgo, me di cuenta que desde el día en que te fuiste, yo me senté a esperarte.
Alejandro.

Aguas embravecidas

Las aguas embravecidas habían calmado su ira, los vientos huracanados concluyeron su jornada y la luna, al final de todo, terminó por dejarse llenar de sueños humanos. Las personas habrían comenzado a salir de sus asilos y sus oraciones, en ese instante atendidas por el creador, fueron entonces un éxito. Nadie supo asumir semejante desastre. Salían, y aunque calmadas, las personas esperaban encontrarse con lo peor.

Fue una tormenta devastadora; y devastadora de tal manera que su ira parecía intencional. Acabó con algunos hogares y otros tantos sueños. Las personas salían y los perros le ladraban a la nada, a Dios; el mundo parecía girar en sentido contrario y entonces las voces comenzaron a aparecer a lo lejos. Sollozos incesantes, el viento, voces que parecían anunciar una tragedia, pasos que quebrantaban el desorden tirado en el suelo, la llovizna y la luna apenas asomada entre algunas nubes rezagadas. Todo era indicador de la desgracia humana. Es hasta difícil recordar cómo comenzó la noche, los perros, los vientos atacados por una ira tremenda, el temor, las oraciones, las lágrimas o la vida misma.

Mi cuerpo inspiraba dolor, es decir, tristeza. No era la primera vez que me sucedía, hace algún tiempo había sido víctima de una inmutable depresión. La noche de la desgracia fui parte de un episodio enardecido por la rabia. Vivía solo, —y gracias a Dios si existe—, pues estoy seguro que pude haber asesinado a alguien. Estaba en pleno auge de dicho episodio cuando comenzaron las fuertes brisas a golpear las ventanas de mi casa. Fui hacia una y vi a través de ella mientras la cerraba, habían ciertas personas afuera, como queriendo entrar pero pausadas por la intriga, o tal vez miedo. Retirándome de la ventana y caminando hacia la sala, se cortó la electricidad. En mi defensa puedo alegar que cerré los ojos y no recuerdo más.


Todo había pasado y las aguas embravecidas habían calmado su ira. Siempre he dicho que jamás he podido controlar mis tormentas. Yo quise salir a mirar como todos los demás, pero algo me mantenía atado. Los perros y los sollozos incesantes se escuchaban a lo lejos. Cuando abrí los ojos me di cuenta de que no hubo desgracia natural: estaba yo esposado, con la ropa ensangrentada y el mundo girando en la misma dirección de siempre.

Inmortales

Para nadie es secreto que la muerte ama a los poetas. Señora oscura, fuerte presagio que indudablemente conmueve el alma de artistas vivos, genios; le encantan los hombres sabios, está enamorada de los poetas porque es musa y vive, y cuando quiere mata. Es definición formal: todos los poetas matan. Pregúntese porqué, si el alma del poeta quizá esté más viva que la del ingeniero, o la del abogado. Pero matan, yo sé que los poetas matan. Es un legado de grandes expectativas que vienen con precedentes de una cita con su musa oscura, musa negra; es casi como el cuervo de Allan Poe, como los cuentos oscuros de Quiroga o como la tragedia de Santomé.