martes, 11 de octubre de 2016

Casa de al lado

Las tormentas habrían calmado su ira cuando yo decidí volver a la casa de al lado. La noche no inspiraba ya tristezas, ni desastres. En cambio, se respiraba cierta paz, casi como ver un lago completamente calmo y sentarse a su orilla mirando hacia su horizonte. Yo quise tocar, sin embargo alguien, o algo, quién sabe, había dejado abierta la puerta, por lo que no hizo falta. De entrada, justo frente al viejo pedazo de madera, se encontraba un espejo en el que logré reflejarme. Miré fijamente a quien se suponía que debí ser yo, pero no logré reconocer quién era. Deduje entonces que no era un espejo, era una pintura. A mano derecha, como siempre, estaba el comedor para seis personas en el que acostumbramos a cenar cuando habían visitas. Siempre quedó chico, pero ahora sobran sillas, y quizás sobre también comida, y tal vez falte también amor, quién sabe. Pasé el comedor y caminé hacia la pintura, o el espejo, y justo al lado se encontraba una habitación que me recordó mucho a la mía, pero no se parecía en nada. Había un viejo televisor sobre una mesita de noche, una cama cubierta con una sábana de flores, y la sábana cubierta con otra de polvo y desilusiones. A mano izquierda había una ventana por la que parecía haberse escapado alguien, desgastada por la lluvia y el sol. A través de ella no se veían sino los restos de la tormenta: nubes grises, y algunas luces que parecían hacer el intento por mantenerse encendidas. Puse mi bolso al lado de la mesita y salí a buscar una escoba, pues hacía falta que alguien se preocupara por el polvo. De regreso al cuarto me encontré de nuevo con aquél espejo, o pintura, quién sabe. Al parecer, antes de salir, alguien lo había dejado allí para que al volver no pasase desapercibido. Como para ver qué se hacía con dicha pintura. Ahora, quizás un poco más cómodo, pude detallar mejor la imagen que proyectaba, sin duda alguna: era yo. Pero no el mismo que estaba parado delante él, parecía otra versión de mí, quizá más niño, o más maduro, quién sabe. Entonces entendí, lo difícil no fue haber partido, lo difícil fue volver y darme cuenta que ya nada era igual. No era espejo, ni pintura: era recuerdo. Sonreí, lo tomé, y lo metí debajo de la cama junto con el polvo, mis tristezas y mis ansiedades; y me preparé para la siguiente tormenta.