jueves, 5 de enero de 2017

Ambigüedad

Había cerrado los ojos después de veintitrés intentos fallidos por salir de aquél lugar en el que estaba preso. Fue confuso, tenía quizás un mes, o un año, sin siquiera ver un espacio que no fuesen esas cuatro paredes. La puerta era de hierro, y en ella estaban escritas dos palabras que ya no entendía, pues intenté borrar sus letras con la sangre de mis manos rotas. No sabía qué me había llevado a ese lugar, un día abrí los ojos y allí estaba, en medio del metal y el concreto, sin luz, ni cielo. Sin embargo, cada mañana, sin falta, unas manos se colaban con agua y comida a través de una ventanilla que tenía la puerta de metal en la parte de abajo. Era suficiente para el día completo, o por lo menos para mí lo era. Muchas veces eran platos que disfrutaba comer, aunque no siempre sabían igual, ni aunque estuviesen hechos de la misma manera. Noté la diferencia cuando detallé las manos del miércoles y las diferencié con las del viernes, no eran de la misma persona, ni variaban con un sentido constante. Es decir, podían pasar dos días o cuatro, o dos semanas las mismas manos entregándome la comida a través de la puerta. Pero yo sabía que algo pasaba cuando el sábado el jugo tenía más azúcar, y la carne un poco más de sal. Eran unas manos más jóvenes, inexperimentadas, tal vez. Unas tenían un olor a miel, y otras olor a bosque en primavera, unas separaban el pollo del arroz, y otras mezclaban todo. Al principio me conformaba porque, a decir verdad, la luz y el cielo me aburrían, es decir, su cotidianidad. Después me comenzó a divertir diferenciar las manos y descifrar la comida. 

No había notado el tiempo que había transcurrido, cuando me dí cuenta que habían pasado siete meses desde la última vez que una de las manos no pasaba comida a través de la puerta, y que a la comida de las otras o les faltaba sal, o tenía en exceso. Fue entonces cuando intenté, por primera vez, salir de aquél lugar en el que estaba preso. En principio intenté abrir la ventanilla y di algunos golpes a la puerta y a las paredes, pero no tuve respuesta alguna. Pasaron dos días más hasta que intenté volver a abrir la ventanilla, esta vez con más insistencia, de modo que mis uñas sangraron un poco. Golpeé también las paredes, pero sin respuesta aún. Después de eso, además de mis intentos por salir, también hubo mañanas en las que no abrieron la ventanilla, y aunque yo podía oler la comida, sin diferenciar, claro, de qué manos eran, no podía comerla. 

Después de veintidós intentos por salir, casi sin uñas, con las manos rotas, y cuando los nombres escritos en la puerta eran indiferenciables por la sangre que tenían encima, alguien abrió la ventanilla y pasó un vaso con agua. Rogué por vigésima tercera vez que me dejaran salir y cerré los ojos. Pasó un día cuando noté que alguien había abierto la puerta, no sé si eran las manos del miércoles o las del domingo, me abrazaron (sus manos), me besaron (sus labios) y me hizo caminar, moribundo, a través de un pasillo con mucha luz. Casi no veía gracias a que había pasado tiempo en la oscuridad. Noté que era el final del pasillo cuando encontramos una puerta de madera que nos separaba de algún cielo, y las mismas manos que me abrazaron, me tocaron ahora la mejilla, y los mismos labios que me besaron, me dijeron que me habían extrañado en algún lugar. Llegaron otras manos y otros labios, me colocaron una cobija (sus manos), y me besaron en la frente (sus labios). Abrieron la puerta, yo abrí los ojos y pude ver, no era cielo, era precipicio. Se despidieron, me empujaron y caí a la nada, o al mar, o al cielo, o a sus pies, quién sabe.

viernes, 2 de diciembre de 2016

Memoria de un amor pasado

Llevo cinco noches sin dormir bien, son las dos de la madrugada de la sexta y llueve afuera. Es el tercer cigarro desde que me senté a escuchar el sonido de las gotas al golpear los techos ajenos, y aún no me explico dónde se ocultan tus senos y tus labios, que hasta hace poco estaban aquí, dejándose inventar por mis manos. Es extraño, en realidad, de un momento a otro dejé de escucharte gemir y cuando volteé ya no estabas. Hace frío, sin embargo tengo un vaso lleno de ron barato, que no calienta tanto como tus manos, pero sirve como remedio para tu ausencia. 

Escribí una carta que dejé en la mesa por si vuelves, estaría bien leerla mientras te toco, así si lloras, puedes confundir tristeza con placer, si quieres. Puedes también intentar quitarme el frío, dibujando mi cuello y mi abdomen con tus labios y tu lengua. Yo puedo ayudarte a encontrar el camino que quieres recorrer tomando tu cabello y apartándolo de modo que no fastidie tu vista. 

También podemos sentarnos a orillas de la cama a llorar o a gritar, a culparnos el uno al otro por haber dejado abierta la ventana, sabiendo que para estas fechas llueve y se mete el frío. Podemos olvidarnos de las manos y los labios, y aceptar así que la ventana quede abierta y se meta la lluvia, hasta que gracias a la humedad y a las bajas temperaturas, ya yo no tenga fuerzas para ir a buscar otro ron, ni tú para venir a intentar quitarme el frío.

Son las dos y media de la madrugada de una sexta noche sin dormir, llueve afuera y un poquito también adentro. Es el quinto cigarro desde que me senté a llorar y aún no me explico cómo, después de haber dibujado tu cuerpo entero, no descubro el camino correcto a las constelaciones que construye tu sistema lunar.

Y sabes
que siempre he sido
fanático del universo y sus leyes.

Lo irónico fue que no logré
quién sabe si por falta de tiempo
o de amor
entender la gravedad
con la que me atrajeron
tus pasiones.

viernes, 4 de noviembre de 2016

Solitude

Ya me preguntaba cómo habías estado. Tanto tiempo sin venir y créeme que nunca estuve esperándote. Pero así eres de imprudente, que llegas sin avisar, sin tocar la puerta siquiera. De ti se sabe el silvido que se escucha cuando vas entrando y después de eso tu abrazo frío, que luego opaca todo indicio de luz. Casi había olvidado cómo luces, y de antemano, perdona si el café que te serví tiene mucha azúcar, es la costumbre. Sin embargo, no has cambiado en nada. Podría incluso sentarme a leer lo que ya te he escrito y asumirte bajo esas palabras, pero ahora existen condiciones nuevas. Asumo tu estadía como algo permanente, es decir, indefinido, así que ponte cómoda. Junto a mi cama está la tuya, bien tendida y con la sábana blanca que te gusta. Espero esta vez no me engañes, y no termines yéndote de la misma manera en que lo hiciste la última vez: lenta y silenciosa, sin avisar siquiera que ibas a tomarte un respiro. Sin embargo, sabes que acá eres bienvenida cada vez que quieras venir a quedarte. Da igual si tu presencia duele o no, a estas alturas entendí que siempre me ayudas a descubrir mundos nuevos, y claro, todo tiene sus consecuencias. 

Por el contrario de ti, yo tengo muchas cosas que contarte, he cambiado en todos los sentidos; estoy un poco más alto y mi cabello no luce igual. Estuve un tiempo lejos, pero regresé porque aún quedan problemas por resolver aquí. Ahora creo en mí y creo en Dios. Tengo una que otra prenda nueva, y gracias a las despedidas, me quedé sin lugares favoritos. Sin embargo, esta vez es diferente. Tu llegada no va a ponerme límites, y he allí la primera condición. No esperes menos de mí: voy a cumplir mis metas. Y tu compañía no es quizá la que quisiera, pero es la que está, y eso es suficiente para saber de ti que me vas a acompañar durante ese proceso. He pospuesto mis planes de cambiar al mundo, me refiero, mi mundo, por ahora, está bien como está, no hace falta que alguien venga a desordenarlo otra vez. Así que olvida todo plan que tengas de salir a pasear, es la segunda condición. Sé lo débil que eres y que a la primera te vas, y no regresas sino hasta que te dé la gana de volver. La última es quizá la más complicada para mí, y no porque no pueda cumplirse, sino porque no quiero, en realidad, que se cumpla. Sé también lo débil que soy, Soledad, y lo poco que me entusiasma tu presencia no me ayuda a cambiar. Así que por favor, pasa al cuarto, ponte cómoda y cuando venga ella a visitar abre tú la puerta y dile que no estoy, que salí a comprar pan, o a buscar el tiempo que me dijo que quería.

martes, 11 de octubre de 2016

Casa de al lado

Las tormentas habrían calmado su ira cuando yo decidí volver a la casa de al lado. La noche no inspiraba ya tristezas, ni desastres. En cambio, se respiraba cierta paz, casi como ver un lago completamente calmo y sentarse a su orilla mirando hacia su horizonte. Yo quise tocar, sin embargo alguien, o algo, quién sabe, había dejado abierta la puerta, por lo que no hizo falta. De entrada, justo frente al viejo pedazo de madera, se encontraba un espejo en el que logré reflejarme. Miré fijamente a quien se suponía que debí ser yo, pero no logré reconocer quién era. Deduje entonces que no era un espejo, era una pintura. A mano derecha, como siempre, estaba el comedor para seis personas en el que acostumbramos a cenar cuando habían visitas. Siempre quedó chico, pero ahora sobran sillas, y quizás sobre también comida, y tal vez falte también amor, quién sabe. Pasé el comedor y caminé hacia la pintura, o el espejo, y justo al lado se encontraba una habitación que me recordó mucho a la mía, pero no se parecía en nada. Había un viejo televisor sobre una mesita de noche, una cama cubierta con una sábana de flores, y la sábana cubierta con otra de polvo y desilusiones. A mano izquierda había una ventana por la que parecía haberse escapado alguien, desgastada por la lluvia y el sol. A través de ella no se veían sino los restos de la tormenta: nubes grises, y algunas luces que parecían hacer el intento por mantenerse encendidas. Puse mi bolso al lado de la mesita y salí a buscar una escoba, pues hacía falta que alguien se preocupara por el polvo. De regreso al cuarto me encontré de nuevo con aquél espejo, o pintura, quién sabe. Al parecer, antes de salir, alguien lo había dejado allí para que al volver no pasase desapercibido. Como para ver qué se hacía con dicha pintura. Ahora, quizás un poco más cómodo, pude detallar mejor la imagen que proyectaba, sin duda alguna: era yo. Pero no el mismo que estaba parado delante él, parecía otra versión de mí, quizá más niño, o más maduro, quién sabe. Entonces entendí, lo difícil no fue haber partido, lo difícil fue volver y darme cuenta que ya nada era igual. No era espejo, ni pintura: era recuerdo. Sonreí, lo tomé, y lo metí debajo de la cama junto con el polvo, mis tristezas y mis ansiedades; y me preparé para la siguiente tormenta.

viernes, 1 de abril de 2016

Génesis

En ese entonces era posible pensar en cualquier cosa y crearlo, es decir, al comienzo, cuando no todo está hecho, es fácil ponerse a pensar qué falta y listo, hacerlo aparecer y se acabó. Uno tiene la mente llena de ideas que cambiarán al universo, cosas que jamás nadie olvidará. O sea, al comienzo, Dios creó una masa enorme, antes del Big Bang, dicen, y a partir de allí nació algo inolvidable. Sin embargo, para estas fechas hacen falta menos cosas, y lo que muchos creen que necesitan, en realidad no, es pura basura material. Quizás hasta Dios se quedó sin ideas y desistió de crear alguna nueva especie, quizás tampoco la necesita. Pero qué más, ya casi todo está, y lo que falta es lo que hemos deshecho.

Para entonces yo amé con el alma, dios! Y como en todo inicio, hubo esfuerzos por crear. Inventamos cosas que cambiaron al universo. Algo como un lenguaje peculiar entre dos especies que aún estaban por definirse, puesto que de nombres no sabíamos mucho y tomábamos el trabajo de alguien más, pero que en ese momento nos correspondía, y eso ya era empezar bien.  Nos inventamos lugares que hicimos nuestros, como quisimos, los tomábamos de cualquier idea ya bien hecha y los transformábamos en todo lo que nos diese la gana. Fue entonces cuando supe que ella era Diosa y había recreado en mí su deseo de modelar sus invenciones, algo así como Jesús el hijo de María, pero diferente. Yo también creaba y elegía lo que me gustaba, discutíamos un poco y luego tomábamos lo que ambos aprobamos.

Ésa era la dicha del comienzo, cuando no todo estaba hecho.

Ya después, cuando su casa y mi casa eran la misma, un poco lejos de todo aquello que inventamos, quisimos dividir secciones, unas suyas y otras mías, porque creímos que podíamos. Porque lo que habíamos hecho, es decir, nuestra creación misma, nos había otorgado un título de propiedad que, a decir verdad, nunca existió. Yo di el primer paso: "El cuarto de la sala es mío, en el que está la biblioteca y el sillón más cómodo de la casa." Ella me arrancó algunos libros y fue entonces cuando parte de nosotros fue yéndose, era como ver desaparecer un pie, o un dedo del pie. Al comienzo no nos preocupamos. Ella tomó gran parte de lo que habíamos creado y usó de excusa su enorme título de diosa, que ya no iba con mayúsculas. Cada vez era menos lo que veíamos de nosotros, algo extraño pasaba cada que alguno daba propiedad a cualquier cosa. Y yo no entiendo cómo no nos dimos cuenta a tiempo. Complicábamos cada vez más la cuestión, y yo, que di el primer paso: desistí. Quedaba ya de mí el corazón, nomás, y de ella los labios. No podía más. Al final, su voz y mis latidos, transformados en algún nuevo idioma por la necesidad de comunicarse, como cualquier ser humano, nos dieron a entender que, de gritos, plegarias y lágrimas sin respuesta, entre tanto egoísmo mío y suyo, ya sin ningún comienzo válido, la creación había dejado de creer en su creador.