domingo, 18 de agosto de 2013

A orillas del lago soledad

Pero qué sentido tiene... sabes decir mi nombre, pronunciarlo a la perfección, tú sabes sentenciar mi vida, pasé de estar muriendo, a querer estar muriendo junto a ti. Qué insolente. Has jugado con cada columpio dentro de mí, subes y bajas, subes, y subes, y subes, y te quedas arriba; luego bajas en caída libre, y yo libre de ti y de todos, te sostengo en mis brazos de nubes que no te quieren dejar ir jamás. Y sobre tu pecho de algodón, recostarme hasta soñarte de nuevo, y en mis brazos de paz, mantenerte de pie. Y saber que si tropiezas: aquí estoy. Que no estarás sola, porque la soledad es lo contrario al cielo de mi presencia junto a la tuya. Porque el lago sobre el cual estoy a la deriva, encontró su orilla de lado a tu pequeña isla, donde me preparas la bienvenida con un muelle lleno de botes espectaculares, y un hermoso atardecer. Donde llegan aves de distintos lugares del mundo, se detienen, quién sabrá qué harán ellas allí; pero allí están, adornando, quizás, el lugar donde tú, y yo, estamos juntos sentenciando nuestras vidas, a quién sabe qué, pero sentenciándolas a algo mejor de lo que ya son. 

Pero cae la noche, y las aves se van. Los botes del muelle ya casi no se distinguen. Solo existe una luna turba sobre el lago, y otra muy decidida sobre nosotros. No existe ya el atardecer, y la oscuridad es parecida a la soledad que nos alimenta de tristezas. Tú te ves hermosa, y cómo no. Y yo me veo en ti, y sobre el lago nos veo a nosotros, turbos, casi abstractos. Hay estrellas. Tú existes como queriéndome incompleto, como sabiendo de mí, solo la imagen turba del lago, sin levantar la mirada, ¡y mírame!: aquí estoy. Sentado a tus orillas porque mi deriva es más triste que tus abismos; y yo solitario, en medio de la nada, existo menos que solitario, en medio de ti, y tu compañía. Querida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario