jueves, 26 de marzo de 2015

Aguas embravecidas

Las aguas embravecidas habían calmado su ira, los vientos huracanados concluyeron su jornada y la luna, al final de todo, terminó por dejarse llenar de sueños humanos. Las personas habrían comenzado a salir de sus asilos y sus oraciones, en ese instante atendidas por el creador, fueron entonces un éxito. Nadie supo asumir semejante desastre. Salían, y aunque calmadas, las personas esperaban encontrarse con lo peor.

Fue una tormenta devastadora; y devastadora de tal manera que su ira parecía intencional. Acabó con algunos hogares y otros tantos sueños. Las personas salían y los perros le ladraban a la nada, a Dios; el mundo parecía girar en sentido contrario y entonces las voces comenzaron a aparecer a lo lejos. Sollozos incesantes, el viento, voces que parecían anunciar una tragedia, pasos que quebrantaban el desorden tirado en el suelo, la llovizna y la luna apenas asomada entre algunas nubes rezagadas. Todo era indicador de la desgracia humana. Es hasta difícil recordar cómo comenzó la noche, los perros, los vientos atacados por una ira tremenda, el temor, las oraciones, las lágrimas o la vida misma.

Mi cuerpo inspiraba dolor, es decir, tristeza. No era la primera vez que me sucedía, hace algún tiempo había sido víctima de una inmutable depresión. La noche de la desgracia fui parte de un episodio enardecido por la rabia. Vivía solo, —y gracias a Dios si existe—, pues estoy seguro que pude haber asesinado a alguien. Estaba en pleno auge de dicho episodio cuando comenzaron las fuertes brisas a golpear las ventanas de mi casa. Fui hacia una y vi a través de ella mientras la cerraba, habían ciertas personas afuera, como queriendo entrar pero pausadas por la intriga, o tal vez miedo. Retirándome de la ventana y caminando hacia la sala, se cortó la electricidad. En mi defensa puedo alegar que cerré los ojos y no recuerdo más.


Todo había pasado y las aguas embravecidas habían calmado su ira. Siempre he dicho que jamás he podido controlar mis tormentas. Yo quise salir a mirar como todos los demás, pero algo me mantenía atado. Los perros y los sollozos incesantes se escuchaban a lo lejos. Cuando abrí los ojos me di cuenta de que no hubo desgracia natural: estaba yo esposado, con la ropa ensangrentada y el mundo girando en la misma dirección de siempre.

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