domingo, 2 de diciembre de 2012

La carta que ella jamás entregó

Vaya, qué día tan gris, tan desolado, tan frío, tan de tantas cosas. Entre todo esto recuerdo esos días a tu lado, esas sonrisas, esos abrazos y besos que ya no están, desaparecieron, se fueron, te fuiste. Cada vez que venías tú a tomarme de la mano, y lo hacías, era como un choque de alguna especie de galaxias distintas. Era una explosión de colores infinitos, de imposibles posibles, eras tú. ¿Y qué pasó que ya no estás? ¿Me has dejado para vivir en un lugar mejor? ¿O para morir-te más que en el olvido? ¿A dónde fuiste? ¿Por qué ya no vienes y me gritas a la ventana de mi cuarto? ¿Por qué no me llamas? ¿A caso ya no me quieres? Ya no te veo, no puedo hacerlo, te has ido a ese lugar infinito, en el cual el regreso es el único imposible. ¿Por qué? Y te fuiste, así, sin explicaciones. Sin una despedida. Y entonces recuerdo todas esas despedidas luego de un día juntos. ¿A dónde se fueron esas despedidas? Despedidas que en la mañana siguiente, cuando te veía a esos ojos brillantes y llenos de vida, se convertían en un cielo. Y sí, vivimos el cielo, y no lo notamos. Caminamos entre nubes, y no lo notamos. Conocimos el cielo, esa imagen indescriptible que todos desean conocer. Ahí estuvimos, y ya no lo presumo. Pues lo noté cuando aquél cielo desapareció, ya no está. Se fue contigo, con tus labios, con tu mirada en donde aún estoy perdida. En tus labios, los que recorrí sin tregua, una y otra vez. Aquél cielo se fue junto contigo y, ese adiós que no nos dijimos es la prueba de que tu ausencia es solo una tregua de la felicidad.

Te veo pronto.

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